Por Dr. Gladys M. Santiago-Tosado
Nunca me olvido de los siete
años
que viví y sobreviví bajo ataques de odio. Fui entrevistada para una posición
por un grupo de personas y luego tuve una entrevista individual con el jefe de
la unidad. Me escogieron para la posición. Estaba contenta porque estaría
trabajando en algo que me gustaba, pero poco sabía yo de lo que me esperaba en
ese lugar. Fueron años lidiando no sólo con odio, sino con celos, envidias,
intrigas, rumores, chismes, confabulaciones, y toda clase de estratagemas de antipatía,
cuyo propósito era demostrar el desprecio que me tenían. Un desprecio que
empezó desde antes de conocerme. Antes de conocerme, antes de yo llegar a
trabajar a ese lugar, ya me odiaban.
El Diccionario Bíblico Ilustrado Holman define odio como una “fuerte
reacción; lo que se siente hacia alguien que se considera enemigo y que
posiblemente indique hostilidad impredecible.” Dice, además, que “el odio es
una característica de la vieja naturaleza y de la vida de pecado (Gálatas
5:19-21; Tito 3:3; 1 Juan 2:9, 11) (Holman, p. 1141).” O sea, que el odio hacia
otras personas es parte de las relaciones humanas y surge de emociones como
“conflictos, celos, y envidia,” como por ejemplo (Holman, p. 1141). Yo no había
tenido ningún conflicto con nadie en ese nuevo trabajo, pues nadie me conocía
ni yo a ellos.
El jefe había dispuesto que en mi primera semana de trabajo yo me
reuniera de manera individual con cada uno de mis colegas para conocernos. Una
de esas personas era un señor mayor que llevaba en dicha oficina más o menos de
25 a 30 años. Me tocó reunirme con ese señor en mi primer día de trabajo. Ese día
que nos reunimos, mi espíritu se sobresaltó por la frialdad, desprecio, y
arrogancia con que hablaba conmigo. Para hacer un cuento largo corto, el hombre
me dijo: “yo no sé si tú estás cualificada para hacer este trabajo, nadie me ha
consultado para yo determinar si puedes ejercer esta posición.” El comentario
me tomó por sorpresa, evidentemente. Yo había ido a una entrevista grupal,
luego a otra individual, y no entendía su reclamo. Yo le dije, “yo tengo mi resume
conmigo, ¿lo desea ver?” A lo que el hombre contestó, “claro.” Yo le entrego mi
resume y veo como su rostro mostraba sorpresa y desdeño a la vez. Yo tenía
vasta experiencia para ejercer ese nuevo trabajo, realmente yo estaba cambiando
de lugar de empleo, pero el trabajo era básicamente lo mismo que yo había estado
haciendo en dos posiciones anteriores que sumaban más o menos a ocho años de
experiencia. Viendo que no tenía base para determinar que yo no estaba
cualificada para la posición, basado en mi educación y experiencia, entonces, el
hombre procede a hablar sobre los derechos civiles de las minorías. Ahí le di
otro “strike,” pues yo también tenía conocimiento y experiencia en el asunto de
los derechos civiles y humanos. Cuando el hombre vio que no tenía bases para
determinar que una puertorriqueña blanca educada era ignorante de dichos temas,
se cansó de hablar y me dijo que no tenía más tiempo para hablar conmigo. Yo le
dije muy cordialmente, “gracias por su tiempo.” Cuando salí de dicha oficina,
sentí en mi corazón que el odio que ese hombre tenía en su corazón hacia mí no
fue provocado por mí, pues él no me conocía. O sea, él no podía decir que me
conocía de otro lugar y que me odiaba por algún conflicto que hubiese pasado
entre nosotros antes de yo llegar a ese lugar. Yo tuve el entendimiento de que
ese odio hacia mí era producto de sus prejuicios, complejos, celos, envidia, experiencias
de vida, y/o, simplemente, pura maldad, o una combinación de todo lo anterior. Durante
esos años de trabajo, ese hombre me odió. Cada vez que pasaba por el lado mío,
nunca me saludaba. En varias ocasiones se acercó a mi para cuestionarme porque
yo estaba en cierto lugar haciendo cierto trabajo en específico, a lo cual yo
le respondía, “mi jefe me pidió que viniera aquí a hacer este trabajo y yo le
respondo a mi jefe.” Un día me enteré de que ese hombre no se quería retirar de
ese programa hasta ver que yo dejara de trabajar en ese lugar. Durante esos
años, ese hombre fue parte de un grupo de personas que buscaban provocar que me
despidieran de mi trabajo por cualquier excusa. Por eso él no se quería retirar,
quería ver que me votaran, no necesariamente de que yo dejara de trabajar allí
por mi propia cuenta.
Ese hombre no fue el único que me odió. Al tiempo yo descubrí que el
cuestionamiento que ese hombre me hizo el primer día de trabajo lo tenían otros
colegas también, y él simplemente había sido el portavoz principal. De hecho,
ese hombre fue el único honesto al desplegar su odio abiertamente, los otros
fueron hipócritas, pues hablaban y hacían las cosas a espalda de uno. Una de
las cosas que les molestaba a mis colegas era que yo estaba estudiando el
doctorado. No importaba si yo hacía un buen trabajo, nunca estaban satisfechos
con mi ejecución, siempre encontraban la forma de distorsionar la realidad para
pintar una película de horror y terror conmigo. El odio y el desprecio que me
tenían desde antes de conocerme, lo tenían que seguir justificando a través del
tiempo con medias verdades y mentiras porque ellos tenían que comprobar que yo
no estaba apta para ejercer la posición. Fueron años de lidiar con un odio,
celos, y envidia irracional.
Yo veía que cada una de esas personas que pasaban
juicio severo sobre mí, todas tenían techos de cristal. Al tiempo me entero de
que dicho hombre tenía muchos esqueletos en su closet. Uno de ellos era que se
había casado con una de sus clientes. El romance comenzó en la oficina donde
había una relación cliente-proveedor, rompiendo la ética profesional. Todos sus
colegas lo sabían y nunca lo reportaron. Ya ese hombre llevaba años casado con
dicha cliente cuando yo llegué a trabajar a ese lugar. Esos otros colegas
también estaban involucrados en otros asuntos. Uno de ellos hacía trabajos de
otro lugar en sus horas de oficina. Otro colega se desaparecía por horas de su
oficina, haciendo cosas personales. Otro colega le rentaba cuartos en su casa a
clientes del programa. Yo me enteré de estas cosas como al sexto año de estar
trabajando en ese lugar. Había otras colegas, una ministra protestante y una
laica católica, que se vanagloriaba de ir a la misa todos los domingos,
involucradas en la misma dinámica de toxicidad. Había una mujer que me acusaba constantemente,
ella actuaba exactamente como se describe en Proverbios 6:12, “El hombre depravado, el
hombre inicuo, anda en la perversidad de boca.” Yo veía como se regocijaban en sus conductas de odio,
sin remordimiento alguno. Yo experimenté lo que era ser el patito feo en ese
lugar de trabajo.
Mi estrategia para sobrevivir tantos años de odio y desprecio fue hacer
bien mi trabajo, ser una ermitaña, y orar a Dios todos los días. Cometí muchos
errores en ese proceso, pues no tenía la madurez espiritual para luchar
precisamente en lo espiritual. Muchas veces me defendí del “bullying” en la
carne, no con el espíritu. Y por eso, muchas de mis respuestas a ese ambiente
de hostilidad hasta complicaron el proceso para mí misma. Como dice en Efesios
6:12, “Porque no tenemos lucha contra sangre
y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de
las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las
regiones celestes.”
Aunque me defendía, nunca los odié. Yo perdoné. ¡Esa fue mi victoria! Y
esa es la victoria que Cristo Jesús tuvo en la cruz. Dice en el Salmo 22:7-8, “todos
los que me ven, de mi se burlan; hacen muecas con los labios, menean la cabeza,
diciendo: Que se encomiende al Señor; que Él lo libre, que Él lo rescate,
puesto que en Él se deleita.” Esa profecía se cumplió en Jesús y se cumple en
todos los que siguen sus pasos. Pero hay una gran diferencia, en Cristo Jesús
tenemos victoria porque tenemos el poder para perdonar y mantener nuestro
corazón limpio de odio hacia quienes nos odian.
Siempre le digo a mis
hijos, “el enemigo llega a la puerta de tu casa, toca, y espera que tú lo
recibas con brazos abiertos y algarabía. Así de atrevido es.” En el Viejo
Testamento, vemos una gran cantidad de salmos (casi todos) que tienen que ver
con la petición de protección divina contra las huestes del mal. El salmo 23
nos recuerda que, “aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal
alguno, porque tú estás conmigo.” El mal existe y te lo vas a encontrar donde
quiera que vayas. La palabra de Dios dice que contamos con su protección y nos
da la promesa de que seremos redimidos. Cuando perdonamos a los que nos odian,
esa es nuestra redención. Cuando nos mantenemos firmes cumpliendo los
mandamientos de Dios, a pesar del odio que recibimos de otros, esa es nuestra
redención mayor. Le digo a mis hijos, no dejen que la maldad del mundo les
cambie su corazón ni su vida de amor a Dios y al prójimo. No sean como ellos,
no se conviertan en uno de ellos, sino sean como Cristo Jesús nos enseñó, así el
enemigo nunca te robará la felicidad. Ninguna de esas personas me robó mi
relación con Dios ni mi felicidad personal. Ellos nunca me quisieron aceptar,
pero Yahweh siempre me aceptó, me amó, y me protegió. Esas personas fueron
agentes del enemigo, pero yo fui y permanecí siendo hija de Dios. ¿A qué bando quieres
pertenecer, al bando del odio o del amor?